viernes, 1 de julio de 2022


A Delia le dolían las manos. Como vidrio molido, la espuma del jabón se enconaba en las grietas de su piel, ponía en los nervios un dolor áspero trizado de pronto por lancinantes aguijonazos. Delia hubiera llorado sin ocultación, abriéndose al dolor como a un abrazo necesario. No lloraba porque una secreta energía la rechazaba en la fácil caída del sollozo; el dolor del jabón no era razón suficiente, después de todo el tiempo que había vivido llorando por Sonny, llorando por la ausencia de Sonny. Hubiera sido degradarse, sin la única causa que para ella merecía el don de sus lágrimas. Y además estaba allí Babe, en su cuna de hierro y pago a plazos. Allí, como siempre, estaban Babe y la ausencia de Sonny. Babe en su cuna o gateando sobre la raída alfombra; y la ausencia de Sonny, presente en todas partes como son las ausencias.
La batea, sacudida en el soporte por el ritmo del fregar, se agregaba a la percusión de un blues cantado por la misma muchacha de piel oscura que Delia admiraba en las revistas de radio. Prefería siempre las audiciones de la cantante de blues: a las siete y cuarto de la tarde —la radio, entre música y música, anunciaba la hora con un «hi, hi» de ratón asustado— y hasta las siete y media. Delia no pensaba nunca: «las diecinueve y treinta»; prefería la vieja nomenclatura familiar, tal como lo proclamaba el reloj de pared, de péndulo fatigado que Babe observaba ahora con un cómico balanceo de su cabecita insegura. A Delia le gustaba mirar de continuo el reloj o atender el «hi, hi» de la radio; aunque le entristeciera asociar al tiempo la ausencia de Sonny, la maldad de Sonny, su abandono, Babe, y el deseo de llorar, y cómo la señora Morris había dicho que la cuenta de la despensa debía ser pagada de inmediato, y qué lindas eran sus medias color avellana.
Sin saber al comienzo por qué, Delia se descubrió a sí misma en el acto de mirar furtivamente una fotografía de Sonny, que colgaba al lado de la repisa del teléfono. Pensó: «Nadie me ha llamado hoy». Apenas si comprendía la razón de continuar pagando mensualmente el teléfono. Nadie llamaba a ese número desde que Sonny se fuera. Los amigos, porque Sonny tenía muchos amigos, no ignoraban que él era ahora un extraño para Delia, para Babe, para el pequeño departamento donde las cosas se amontonaban en el reducido espacio de las dos habitaciones. Solamente Steve Sullivan llamaba a veces y hablaba con Delia; hablaba para decirle a Delia lo mucho que se alegraba de saberla con buena salud, y que no fuese a creer que lo ocurrido entre ella y Sonny sería motivo para que dejase nunca de llamar preguntando por su buena salud y los dientecitos de Babe. Solamente Steve Sullivan; y ese día el teléfono no había sonado ni una sola vez; ni siquiera a causa de un número equivocado.
Eran las siete y veinte. Delia escuchó el «hi, hi» mezclado con avisos de pasta dentífrica y cigarrillos mentolados. Se enteró además de que el gabinete Daladier peligraba por instantes. Después volvió la cantante de blues y Babe, que mostraba propensión a llorar, hizo un gracioso gesto de alegría, como si en aquella voz morena y espesa hubiera alguna golosina que le gustara. Delia fue a volcar el agua jabonosa y se secó las manos, quejándose de dolor al frotar la toalla sobre la carne macerada.
Pero no iba a llorar. Sólo por Sonny podía ella llorar. En voz alta, dirigiéndose a Babe que le sonreía desde su revuelta cuna, buscó palabras que justificaran un sollozo, un gesto de dolor.
—Si él pudiera comprender el mal que nos hizo, Babe… Si tuviera alma, si fuese capaz de pensar por un segundo en lo que dejó atrás cuando cerró la puerta con un empujón de rabia… Dos años, Babe, dos años… y nada hemos sabido de él… Ni una carta, ni un giro… ni siquiera un giro para ti, para ropa y zapatitos… No te acuerdas ya del día de tu cumpleaños, ¿verdad? Fue el mes pasado, y yo estuve al lado del teléfono, contigo en brazos, esperando que él llamara, que él dijera solamente: «¡Hola, felicidades!», o que te mandara un regalo, nada más que un pequeño regalo, un conejito o una moneda de oro…
Así, las lágrimas que quemaban sus mejillas le parecieron legítimas porque las derramaba pensando en Sonny. Y fue en ese momento que sonó el teléfono, justamente cuando desde la radio asomaba el prolijo y menudo chillido anunciando las siete y veintidós.
—Llaman —dijo Delia, mirando a Babe como si el niño pudiera comprender. Se acercó al teléfono, un poco insegura al pensar que acaso fuera la señora Morris reclamando el pago. Se sentó en el taburete. No demostraba apuro a pesar del insistente campanilleo. Dijo:
—Hola.
Tardó en oírse la respuesta.
—Sí. ¿Quién…?
Claro que ella ya sabía, y por eso le pareció que la habitación giraba, que el minutero del reloj se convertía en una hélice furiosa.
—Habla Sonny, Delia… Sonny.
—Ah, Sonny.
—¿Vas a cortar?
—Sí, Sonny —dijo ella, muy despacio.
—Delia, tengo que hablar contigo.
—Sí, Sonny.
—Tengo que decirte muchas cosas, Delia.
—Bueno, Sonny.
—¿Estás… estás enojada?
—No puedo estar enojada. Estoy triste.
—¿Soy un desconocido para ti… un extraño, ahora?
—No me preguntes eso. No quiero que me preguntes eso.
—Es que me duele, Delia.
—Ah, te duele.
—Por Dios, no hables así, con ese tono…
—Hola.
—Hola. Creí que…
—Delia…
—Sí, Sonny.
—¿Te puedo preguntar una cosa?
Ella advertía algo raro en la voz de Sonny. Claro que podía haberse olvidado ya de un pedazo de la voz de Sonny. Sin formular la pregunta, supo que estaba pensando si él la llamaba desde la cárcel o desde un bar… Había silencio detrás de su voz; y cuando Sonny callaba, todo era silencio, un silencio nocturno.
—… una pregunta solamente, Delia.
Babe, desde la cuna, miró a su madre inclinando la cabecita con un gesto de curiosidad. No mostraba impaciencia ni deseos de prorrumpir en llanto. La radio, en el otro extremo de la habitación, acusó otra vez la hora: «hi, hi», las siete y veinticinco. Y Delia no había puesto aún a calentar la leche para Babe; y no había colgado la ropa recién lavada.
—Delia… quiero saber si me perdonas.
—No, Sonny, no te perdono.
—Delia…
—Sí, Sonny.
—¿No me perdonas?
—No, Sonny, el perdón no vale nada ahora… Se perdona a quienes se ama todavía un poco… y es por Babe, por Babe que no te perdono.
—¿Por Babe, Delia? ¿Me crees capaz de haberlo olvidado?
—No sé, Sonny. Pero no te dejaría volver nunca a su lado porque ahora es solamente mi hijo, solamente mi hijo. No te dejaría nunca.
—Eso no importa ya, Delia —dijo la voz de Sonny, y Delia sintió otra vez, pero con más fuerza, que a la voz de Sonny le faltaba (¿o le sobraba?) algo.
—¿De dónde me llamas?
—Tampoco importa —dijo la voz de Sonny como si le apenara contestar así.
—Pero es que…
—Dejemos eso, Delia.
—Bueno, Sonny.
(Las siete y veintisiete).
—Delia… imagínate que yo me vaya…
—¿Tú, irte? ¿Y por qué?
—Puede pasar, Delia… Pasan tantas cosas que… Comprende, comprende… ¡Irme así, sin tu perdón… irme así, Delia, sin nada… desnudo… desnudo y solo!
(La voz, tan rara. La voz de Sonny, como si a la vez no fuera la voz de Sonny pero sí fuera la voz de Sonny).
—Tan sin nada, Delia… Solo y desnudo, yéndome así… sin otra cosa que mi culpa… ¡Sin tu perdón, sin tu perdón, Delia!
— ¿Por qué hablas así, Sonny?
—Porque no sé… Estoy tan solo, tan privado de cariño, tan raro…
—Pero…
Como a través de una niebla, Delia miraba fijamente delante suyo, hacia el reloj. La siete y veintinueve; la aguja coincidía con la firme línea precedente al trazo más grueso de la media hora.
¡Delia… Delia…!
—¿De dónde hablas…? —gritó ella, inclinándose sobre el teléfono, empezando a sentir miedo, miedo y amor; y sed, mucha sed, y queriendo peinar entre sus dedos el pelo oscuro de Sonny, y besarlo en la boca—. ¿De dónde hablas…?
—¿De dónde hablas, Sonny? —¡Sonny…!
—¡Hola, hola…! ¡Sonny!
—… Tu perdón. Delia…
El amor, el amor, el amor. Perdón, qué absurdo ya…
—¡Sonny… Sonny, ven…! ¡Ven, te espero…! ¡Ven…!
(«¡Dios. Dios…!»)
—¡Sonny…!
—¡Sonny! ¡¡Sonny!!
Nada.
Eran las siete y treinta. El reloj lo señalaba. Y la radio: «hi, hi». El reloj, la radio y Babe, que sentía hambre y miraba a la madre un poco asombrado del retardo.
Llorar, llorar. Dejarse ir corriente abajo del llanto, al lado de un niño gravemente silencioso y como comprendiendo que ante un llanto así toda imitación debía callar. Desde la radio vino un piano dulcísimo, de acordes líquidos, y entonces Babe se fue quedando dormido con la cabeza apoyada en el antebrazo de la madre. Había en la habitación como un gran oído atento, y los sollozos de Delia ascendían por las espirales de las cosas, se demoraban, hipando, antes de perderse en las galerías interiores del silencio.
El timbre. Un toque seco. Alguien tosía, junto a la puerta.
—¡Steve!
—Soy yo, Delia —dijo Steve Sullivan—. Pasaba, y…
Hubo una larga pausa.
—Steve… ¿viene de parte de…?
—No, Delia.
Steve estaba triste, Delia hizo un gesto maquinal invitándolo a entrar. Notó que él no caminaba con el paso seguro de antes, cuando venía en busca de Sonny o a cenar con ellos.
—Siéntese, Steve.
—No, no… me voy en seguida. Delia, usted no sabe nada de…
—No, nada…
—Y, claro, usted ya no lo quiere a…
—No, no lo quiero, Steve. Y eso que…
—Traigo una noticia, Delia.
—¿La señora Morris…?
—Se trata de Sonny.
—¿De Sonny? ¿Está preso?
—No, Delia.
Delia se dejó caer en el taburete. Su mano tocó el teléfono frío.
—¡Ah…! Pensé que podría haberme hablado desde la cárcel…
—¿Él le habló a usted?
—Sí, Steve. Quería pedirme perdón.
—¿Sonny? ¿Sonny le pidió perdón por teléfono?
—Sí, Steve. Y yo no lo perdoné. Ni Babe ni yo podíamos perdonarlo.
—¡Oh, Delia!
—No podíamos, Steve. Pero después… no me mire así… después he llorado como una tonta… vea mis ojos… y hubiera querido que… pero usted dijo que era una noticia… una noticia de Sonny…
—Delia…
—Ya sé, ya sé… no me lo diga; ha robado otra vez, ¿verdad? Está preso y me llamó desde la cárcel… ¡Steve… ahora sí quiero saberlo!
Steve parecía atontado. Miró hacia todas partes, como buscando un punto de apoyo.
—¿Cuándo la llamó él, Delia?
—Hace un rato, a las siete… a las siete y veinte, ahora me acuerdo bien. Hablamos hasta las siete y media.
—Pero, Delia, no puede ser.
—¿Por qué no? Quería que yo le perdonase, Steve, y recién cuando cortó la llamada comprendí que estaba verdaderamente solo, desesperado… Y entonces era tarde, aunque grité y grité en el teléfono… era tarde. Hablaba desde la cárcel, ¿verdad?
—Delia… —Steve tenía ahora un rostro blanco e impersonal y sus dedos se crispaban en el ala del sombrero manoseado—. Por Dios, Delia…
—¿Qué, Steve…?
—Delia… no puede ser, ¡no puede ser…! ¡Sonny no puede haber llamado hace media hora!
—¿Por qué no? —dijo ella, poniéndose de pie en un solo impulso de horror
—Porque Sonny murió a las cinco, Delia. Lo mataron de un balazo, en la calle.
Desde la cuna llegaba la rítmica respiración de Babe, coincidiendo con el vaivén del péndulo. Ya no tocaba el pianista de la radio; la voz del locutor, ceremoniosa, alababa con elocuencia un nuevo modelo de automóvil: moderno, económico, sumamente veloz.

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